viernes, 25 de febrero de 2011

Los tres Carino

              
            Hoy voy a escribir de algo que no tiene nada que ver con lo que escribo habitualmente, pero que me apetece mucho contar.
            Hace unos días volví a escuchar los viejos temas de Los tres Carino y me puse a rebuscar fotos y demás recuerdos de este grupo musical de los ´50 - ´60.
            Los tres Carino lo componían tres hermanos oscenses, Carmen, Joaquín y Ricardo o lo que es lo mismo, mi padre y mis tíos.
            Según dicen los críticos de la época fueron los precursores del pop en nuestro país, aunque prácticamente toda su carrera musical la desarrollaron fuera de nuestras fronteras.
            De la mano de compositores de la talla de Augusto Algueró, recientemente fallecido, o Pedro Iturralde, estos músicos aragoneses hicieron famosas algunas de las mejores canciones de su época en países tan remotos entonces como Irán, Irak, Turquía, Jordania, etc. Incluso se atrevieron a interpretar canciones autóctonas de aquellos países.
            Me encanta sentarme a charlar con mi padre sobre aquella época y escuchar las mil anécdotas que vivieron viajando por medio mundo con sus guitarras a cuestas.
            Comenzaron actuando en fiestas de pueblo y acabaron cantando ante personajes de la talla del rey Hussein de Jordania o el sha Reza Pahlevi y Farah Diba, incluso llegaron a conocer a los entonces príncipes de España Juan Carlos y Sofía.
            Todo empezó cuando en la vieja casa familiar, allá en Huesca, apareció una guitarra en el desván. Ni siquiera tenía todas las cuerdas. Pues con aquel instrumento empezó mi tío Ricardo a aprender los primeros acordes para luego enseñárselos a mi padre. Al poco tiempo se les unió mi tía Carmen, interpretando con su magnífica voz los temas que sus dos hermanos rasgueaban con las guitarras.
            Una vez consolidados como grupo musical, tomaron la decisión de marchar a Madrid, donde se ubicaban las principales salas de fiestas y sobre todo y más importante, las principales compañías discográficas.
            Enseguida se hacen un hueco en el panorama musical madrileño y son contratados para actuar en salas como Pasapoga o Villa Rosa, muy de moda en la época. Sus actuaciones se hacen eco en los principales diarios y son fichados por la discográfica Philips para grabar sus primeros discos.
            En los estudios de grabación coinciden con un chaval andaluz que acababa de llegar a Madrid, un tal Mike River que más tarde se haría famoso con canciones como Bienvenidos o El Blues de la Soledad, pero ya con su nombre de bautismo: Miguel Ríos.
            Con un par de discos en cartera deciden, a instancias de su manager,  dar el salto y salir al extranjero a trabajar con contratos que en España era difícil conseguir.
            Actúan durante meses en Grecia, Turquía, Siria, Irak. Luego regresan a España y son contratados, ya como artistas internacionales, para actuar en su ciudad natal donde son recibidos de forma apoteósica dada la fama que ostentan. De Huesca regresan a Madrid donde ya se establecen junto a la familia, aunque poco tiempo porque vuelven a ser contratados para actuar en el extranjero: Líbano, Irán y finalmente Jordania.
            En Jordania actúan varias veces en el palacio real a petición del mismísimo rey Hussein con el que traban una buena amistad. Renuevan varias veces el contrato jordano y van demorando el regreso a España. Finalmente toman la decisión de establecerse en el país Hachemita, dejando la música de manera profesional y dedicándose a los negocios.
            En esa época, concretamente en el año sesenta y siete  fue cuando me uní a la troupe Carino,  pues a los dos años  de establecerse allí nací yo,  un veintinueve de abril, mientras la aviación israelí bombardeaba la capital jordana.
            Para el recuerdo quedan inolvidables canciones que formaron la banda sonora de mi infancia y que aún hoy disfruto escuchando.
           
           
           


           
           


           
          

miércoles, 23 de febrero de 2011

Monte Perdido en solitario (parte II)

                 A las siete en punto, la hora prevista para empezar el día, se presenta el agente forestal indicando a todos los que hemos plantado tienda que la quitemos. En los alrededores de Goriz no se puede acampar. Te dejan pernoctar con tienda con la condición de que la retires en cuanto amanezca. Otras veces he dejado la tienda instalada durante el día y no me han dicho nada.
            En fin, como uno es un estricto cumplidor de la ley, saco mis cosas de la tienda y la desmonto con resignación. No me apetece nada, hoy me encuentro casi más cansado que el día anterior. He dormido poco. El terreno sobre el que planté ayer la tienda esta inclinado y me ha costado coger la postura para dormir. Además, anoche cuando empezaba a coger el sueño, llegaron unos franceses y montaron su tienda detrás de la mía. Los muy canallas estuvieron un buen rato armando jaleo hasta que por fin se recogieron.
            Guardo mis cosas en la mochila y me voy al refugio a desayunar. Allí alquilo una taquilla y dejo el material de pernocta y parte de la ropa que llevo. Todo eso no me hace falta para subir a la cumbre del Perdido. Después del desayuno entro en la pestilente caseta/w.c. a lavarme y coger agua. Antes de las ocho, junto a un buen mogollón de gente, emprendo el ascenso.
            Ya me encuentro mucho mejor y con las pilas cargadas después de desayunar. Emprendo las primeras rampas a buen ritmo, unido a la caravana de gente que sube hasta la cima. Parece que no avanzo nada pero miro hacia abajo y el refugio ya queda lejos. Ayer pregunté a la gente que bajaba de la cima lo que se tarda en subir desde Goríz a la cumbre y unos me dijeron que un par de horas, otros cuatro, tres. Yo desde luego me lo voy a tomar con calma. La ventaja de ir solo es que puedo hacer las paradas que quiera, cuando quiera y donde quiera. De hecho, cuando acabo de salvar las primeras rampas hago un pequeño descanso. El sol hace acto de presencia y empieza a calentar con fuerza. Me despojo del chaleco polar y lo guardo en la mochila. Sigo la ascensión unido a un nuevo grupo. El paisaje parece lunar. Absolutamente despojado de vegetación y piedras y más piedras. Una hora más tarde empieza a chispear y refresca. Veo que la caravana se divide. Unos cogen un camino que asciende hacia unas paredes justo enfrente de donde me encuentro y otros cogen un camino más llano pero parece más largo. Decido subir hacia las paredes.
            Un rato largo más tarde me encuentro al pié de las paredes. Empieza a llover con más intensidad y el camino se vuelve peligroso, las piedras están muy resbaladizas. Aquí una caía puede ser muy chunga. Me estoy empezando a arrepentir de haber cogido este camino. Me resguardo bajo la pared de la lluvia, junto a otros montañeros. Cuando escampa salimos todos de nuevo, recomendándonos precaución unos a otros.
            Por fin consigo salir de esta zona y me siento aliviado. El tener que caminar extremando las precauciones es agotador. Ahora el camino parece más sencillo y voy recuperándome. Me uno a una pareja de catalanes que llevan un buen ritmo. Nos ayudamos mutuamente en un paso complicado y seguimos la marcha. Ya falta poco para llegar a la laguna al pie del Cilindro, otro de las cumbres emblemáticas de la zona, justo enfrente de Monte Perdido. Los catalanes llevan un ritmo que no puedo seguir y decido aflojar e ir a mi aire. Llego a la laguna y observo a mi derecha la larga subida hasta la cumbre del Perdido, “La Escupidera”. Es larguísima y muy inclinada. Ya estoy muy cansado y solo de pensar que tengo que subir eso me desmoraliza. Me quito la mochila y me tumbo a descansar. Saco unas cuantas nueces y pasas y me doy un atracón. Echo un par de tragos de agua y ya me encuentro mucho mejor. Me levanto y vuelvo a unirme a los que suben.
            La zona de “La Escupidera” es la que ostenta el triste record de muertes de todo el Pirineo. En invierno, un resbalón aquí es casi una muerte segura si no consigues detenerte antes de caer al vacío. Ahora en verano me parece una auténtica putada subir este pedregal. Das dos pasos y retrocedes uno. La piedra está muy suelta. El camino sube zigzagueando y parece que no avanzas nada, pero miras hacia abajo y te das cuenta del desnivel salvado en poco rato.
            La tremenda cuesta acaba en un collado a pocos minutos ya de la cumbre. Hago un breve descanso. Me pongo el chaleco polar porque la temperatura ha bajado considerablemente. Vuelvo a colocarme la mochila y emprendo el último tramo hasta la cumbre. Desde hace rato me voy cruzando con gente que baja ya de la cumbre. Me dan un poco de envidia. Estoy muy cansado ya y deseando llegar.
            Un poco más tarde corono la deseada cumbre de Monte Perdido. La sensación es increíble. Después de años deseando subir, por fin lo he conseguido. Hace frío pero no me importa. Me recreo con las vistas. El valle de Ordesa, el Cañón de Añisclo, el valle de Pineta, la cumbre del Cilindro … La panorámica es increíble. Ahora no me importa ni el frío ni el cansancio. He cumplido con un sueño.
            Cuando se pasa el subidón y los niveles de adrenalina vuelven a su sitio me refugio en una especie de vivac circular hecho con piedras. Allí se encuentran cinco o seis montañeros con las mismas caras de flipados que yo. Intercambiamos enhorabuenas y la comida. Alguien saca un paquete de tabaco y ofrece. La mayoría aceptamos. Nos lo hemos ganado.
            Ahora toca hacer las fotos que inmortalicen tan memorable ocasión. Le paso mi cámara a otro montañero y me hace unas cuantas, desde diversos ángulos. Cuando acaba me pasa su cámara y hago lo mismo.
            Recojo mis cosas, me cargo la mochila y emprendo el regreso hacia Goriz, con cierta tristeza.
            Inicio el camino de regreso junto a una pareja de franceses. Ninguno de los dos habla español y el francés que aprendí en el colegio está un poco oxidado. Finalmente conseguimos entendernos en inglés mezclado con algo de francés.
            Llegamos a “La Escupidera”. No se que es peor, si bajarla o subirla. De repente veo a un “chalao” que baja brincando la empinada cuesta ante la mirada atónita del resto. Como tropiece se va a meter una hostia tremenda y entonces si que va a llegar a Goriz cagando leches, pero en varios trocitos, pienso. Pero el muy cabrón consigue llegar abajo sin caerse, y en pocos minutos. Nosotros tardamos un poco más, pero hemos  corrido menos riesgo.
            La bajada cunde más y en poco tiempo hemos recorrido la mitad del camino. Llegamos a un paso delicado que no había hecho a la ida, por lo menos no me suena de nada. Hay que cruzar una estrecha cornisa colgada sobre un precipicio de varios metros. Da un poco de canguelo pero no queda otra. Soy el último en cruzar. Me meto en la cornisa, inclinándome todo lo que puedo hacia la pared, al lado contrario del precipicio y me agarro a todo lo que puedo. Son unos pocos metros que se hacen interminables. Cuando llego al otro lado respiro aliviado.
            Un poco más adelante nos paramos a descansar y comer algo. Lo hacemos junto a un arroyo. Nos descalzamos y metemos los pies en el agua. Está fría de cojones pero es una sensación agradable después de andar todo el día con las botas.
            Con una pereza horrible me vuelvo a calzar las botas y prosigo la marcha. Ya debemos estar a menos de una hora del refugio. Ya se ve a lo lejos. El francés sale corriendo imitando al tipo que vimos en “La Escupidera” dejando a la parienta conmigo. Estaría cojonudo que se pegara la hostia a quince minutos del refugio. El sabrá lo que hace. Yo mientras tranquilito hasta el refugio y de palique con la gabacha.
            Llegamos a la puerta del refugio y el franchute tuvo la gentileza de esperarnos con una par de cervezas en la mano, todo un detalle. Nos pimplamos una ronda más y me despedí. Recogí el material de pernocta de la taquilla y me fui a montar el campamento. Los franceses aparecieron al rato y montaron su tienda cerca de la mía. Una vez instalados se acercaron a mi tienda y me preguntaron si quería cenar con ellos en el refugio. Acepté encantado.
            Cuando sonó la campana del segundo turno de cenas cerramos las tiendas y entramos en el refugio.  Charlamos durante la cena de viajes y montaña. La francesa me pidió que le explicara como se preparaba una sangría.  ¡Qué típico! ¿por qué se piensan los “guiris” que todos los españoles tenemos que saber de toros, paellas, sangrías, flamenco …? Tuvo suerte la gavacha porque un servidor prepara unas sangrías de gourmet. Después de la cena nos tomamos unos güisquitos que terminamos de bebernos en las tiendas porque los guardas del refugio nos invitaron a abandonarlo dada la hora tan intempestiva. Nueve de la noche, creo recordar.
            Al día siguiente la pareja francesa marchaba hacia Bujaruelo. Me sugirieron acompañarlos pero yo ya había decidido regresar a casa. Aunque me apetecía subir hasta la brecha de Roland y cruzar al circo de Gavarnie, no me sentía con fuerzas, así que decidí regresar a casa.
            La bajada hasta Torla, donde tenía aparcado el coche, la hice junto a un tipo muy curioso. Le había visto por los alrededores del refugio.  Según comentaba la gente había subido y bajado a Monte Perdido en un tiempo record, menos de la mitad del tiempo que yo invertí en hacerlo, y la verdad es que viendo como se desenvolvía por aquellos andurriales era perfectamente creíble. Según me comentó durante la larga bajada hasta Torla llevaba una semana dando brincos por allí, de refugio en refugio o vivaqueando. Por curiosidad levanté su mochila para comprobar el peso y era una pluma. Me dijo que llevaba lo justo para una semana, una par de camisetas y un par de mallas, chubasquero, saco de dormir y poco más. Y yo como un gilipollas cargando media casa a la espalda. Nunca aprenderé.
            Llegamos a pradera de Ordesa y nos tomamos una cerveza en el chiringuito. Cogimos el autobús que nos dejó en Torla y nos despedimos. A los pocos minutos emprendí el regreso hacia Madrid.
            Había cumplido un deseo de mi infancia, anhelado desde mis primeras salidas montañeras, cuando siendo un chaval y junto a los amigos del barrio cogíamos el tren de las 8:05 con destino a Cercedilla … pero eso es otra historia.

jueves, 17 de febrero de 2011

A Gavarnie en moto (parte I)

              Allá por el año 1987, “casi na”,  realicé un viaje en moto a Gavarnie, en el Pirineo francés. Veinte primaveras me contemplaban por aquel entonces. Creo que ni me afeitaba todavía. Lo que no recuerdo es como conseguí convencer a mis padres para que no me pusieran pegas para emprender el viaje.
            El caso es que un ocho de agosto a lomos de mi  Yamaha XS 400, de color blanco y junto a mi amigo Fran, con otra moto igual,  partimos en dirección  norte. Mi Yamaha posiblemente fuera la mejor moto que he tenido. No era la más atractiva ni la más potente, pero desde luego era la más fiable y con la que hice más kilómetros.
            El día antes de partir descubrí que tenía caducado el dni y entonces solían pedírtelo en la frontera, así que tuvimos que hacer una parada en la comisaría de la calle de La Luna para renovarlo. Un rato largo más tarde, con el resguardo en la mano y la advertencia del policía de turno de la imposibilidad de salir del país hasta que no recibiera el dni definitivo, iniciamos nuestro viaje.
            Con escaso equipaje, escaso dinero y muchas ganas de aventura fuimos devorando kilómetros por la nacional II parando a menudo para repostar y de paso estirar un poco las piernas. Poco a poco nos vamos acercando al Pirineo. Calor agobiante por el desierto de Los Monegros que subsanamos despojándonos de toda la ropa excepto guantes, pantalón corto y casco. Menuda locura, tropecientos kilómetros medio desnudos. Ahora hasta para salir a por el pan me pongo chaqueta protectora incluso en verano.  La inconsciencia de la juventud.
            Llegamos a Seo de Urgell por la tarde y hacemos una parada larga para comer y beber algo. Ya estamos a tiro de piedra de Andorra, a escasos veinte kilómetros, donde pararemos par dormir y comprar la comida para todo el viaje y algún capricho.
            Llegamos de noche al país del Pirineo. Cruzamos la frontera sin problemas, ni siquiera nos piden la documentación. En cuanto puedo lo primero que hago es buscar una cabina de teléfono para llamar a casa y comunicar mi llegada. Después  buscamos algún lugar para pasar la noche, en mitad del campo por supuesto. Una vez elegido el sitio aparcamos las motos y nos acostamos entre ellas, en nuestros sacos de dormir.
            Nos despertó temprano el ruido de una excavadora. Anoche, en la oscuridad no nos percatamos que estábamos en un circuito de motocross en obras. Tiene narices, con lo grande que es el campo.
            Recogimos el chiringuito, hicimos un par de fotos y nos dirigimos al centro, no sin antes dedicarle un corte de mangas al conductor de la excavadora.
            A medio día más o menos y con las motos cargadas con los víveres para el viaje, cruzamos la frontera andorrana y entramos en La Galia. Llegamos a Pas de la Casa, población fronteriza y afortunadamente ni la policía andorrana ni los gendarmes franceses nos piden la documentación, así que pasamos tranquilamente y seguimos camino.
            Después de tantos años me cuesta un poco recordar los pueblos por los que pasamos y en los que hicimos alguna parada, pero consulto un mapa y empiezan a sonarme poblaciones como Ax les Thermes, Saint Girons, Saint Gaudens, Lannemezan, etc.
            Lo que si tengo grabado en la memoria son los magníficos paisajes que podemos ver a nuestro alrededor y agua, agua por todas partes, en cualquier sitio te encuentras con un pantano, un río, un arroyo …
            Lo bueno de viajar en este plan es que no estamos condicionados a los horarios de los hoteles. En cuanto vemos un sitio que nos gusta, a ser posible siempre cerca del agua para poder lavarnos,  nos paramos y montamos el campamento. Colgamos nuestras hamacas de los árboles, preparamos algo de comer y a descansar. Llevamos también una tienda por si el tiempo se pone lluvioso. Tuvimos que soportar dos o tres tormentas guapas, de las de montaña. Impresionantes.
            Uno de esos días, los de tormenta, llegamos a una población que disponía de camping. Aparcamos las motos a la entrada y nos dirigimos a la caseta de recepción. No hay nadie. Se nos acercaron unos niños y les preguntamos en francés macarrónico quien atendía la oficina. Los niños salieron corriendo gritando: “Españoles, Españoles”. Nos quedamos un poco alucinados. ¿Serán descendientes de los soldados gabachos que lucharon en Bailén y por eso huían despavoridos ante nuestra presencia? Al rato apareció un abuelete y nos dijo que le siguiéramos.  Nos indicó una parcela en el extremo del camping, cerca del río y al lado de la caravana donde él vivía.
            Volvimos a por las motos y comenzamos a instalar la tienda. Justo cuando terminamos comienza a llover. Metemos todo el equipaje en la tienda. Nos tumbamos a esperar que escampe. Al poco rato aparece el abuelete para invitarnos a cenar a su caravana. Aceptamos gustosamente.
            El abuelo en cuestión nos contó que era un exiliado de nuestra guerra civil. Había luchado como piloto de aviones en el bando republicano. Su mujer, una italiana discreta y silenciosa, nos sirvió la cena y se sentó al lado de su marido. No hablaba español así que permaneció callada casi toda la cena.
            Después de dar buena cuenta de la cena y de una botella de Jumilla, la tierra natal de nuestro anfitrión, nos despedimos. Al día siguiente queremos salir temprano, si el tiempo lo permite.
            Amaneció bueno. Recogimos el campamento, nos acercamos a la oficina a pagar la estancia. Tampoco había nadie así que nos marchamos.
            Seguimos carretera en dirección a Lourdes. Necesitamos cambiar cheques de viaje y de momento no hemos encontrado dónde.
            Llegamos a la ciudad milagro y recorremos varios hoteles hasta que damos con uno donde nos cambian los cheques. Nos hacemos unas fotos por allí y seguimos nuestro viaje.
            Nos metemos por una carretera que va ascendiendo por la montaña hasta llegar a un pueblecito enclavado en la ladera. Recorremos sus estrechas y empinadas calles preguntándonos como han podido subir los coches que vemos estacionados. Nos detenemos en la terraza de un bar y pedimos unas cervezas. Al poco rato se nos acerca un tipo y nos pregunta si las motos son nuestras. Le contestamos afirmativamente y nos dice que es español como nosotros. Pide otra ronda y se sienta con nosotros. Nos cuenta que es de Piedralaves, Ávila. Tras un buen rato de charla, paga las cervezas y nos invita a cenar a su casa.
            Debemos tener cara de buenos chicos, a pesar del aspecto que tenemos después de unos cuantos días de viaje. Llegamos a su casa y nos presenta a su mujer, una francesa muy atractiva, a su hija, una réplica en joven de la madre, y a su hijo.
            Nos preparan unos huevos fritos con chorizo y patatas que nos saben a gloria.
            Al día siguiente, nos comenta nuestro nuevo anfitrión, salen de viaje hacia España y que nos deja la casa por si queremos descansar del viaje.
            Nos quedamos un poco alucinados por el ofrecimiento, que por supuesto rechazamos educadamente. No obstante insiste en que al menos pasemos allí la noche. Aceptamos el ofrecimiento y nos quedamos a dormir en el porche de la casa, en nuestros sacos de dormir.
            Al día siguiente, muy temprano, la familia se marcha pero nos dejan la llave de la casa por si queremos usar el baño. Volvemos a rechazar el ofrecimiento y al rato de marchar la familia lo hacemos nosotros también.
           Continuará ...

sábado, 12 de febrero de 2011

Monte Perdido en solitario (parte I)

           
             Monte Perdido, con sus 3.355 metros de altitud, es uno de los picos más altos de España, concretamente el séptimo, enclavado en pleno Parque Natural de Ordesa y Monte Perdido. No es de los más difíciles de ascender, pero si de los más emblemáticos y atractivos.
            Durante un montón de años, desde que salgo a la montaña, uno de mis proyectos ha sido ascender esta montaña.
            Ya conocía el pico por mis viajes por el valle de Ordesa, pero siempre desde la distancia. Por fin me decidí hace tres o cuatro años a emprender el proyecto. Lo primero que hice fue recopilar toda la información que pude sobre la montaña, fotografías, historia, la mejor época para subirlo, la vía más sencilla, etc. y por fin programé la fecha para el viaje: la primera semana de mi periodo vacacional, en el mes de agosto.
            Reuní mi material, con dudas sobre que ropa llevarme: de invierno o de verano. En Pirineos y a cierta altitud suele hacer rasca, a veces mucha rasca, así que decidí llevar también ropa de invierno. Pensaba vivaquear o dormir en el refugio de Goriz situado a 2.200 metros y parada casi obligatoria para ascender a Monte Perdido, pero al final decido llevar una pequeña tienda para pernoctar.
            Como me ocurre siempre, me lío a meter cosas en la mochila y cuando acabo no hay quien pueda levantarla. Saco todo de la mochila y empiezo a descartar cosas. Vuelvo a cargármela a la espalda y sigue pesando mucho y aún falta la comida. No aprenderé nunca. Me gusta llevar varias prendas de repuesto y siempre acaban sobrando.
            Llegó el día de la partida. Me levanté temprano, a las cinco de la mañana. Me ducho recreándome, en cuatro o cinco días no iba a catar el agua. Me visto, meto la comida en la mochila, la cargo en el coche y me despido de la familia. A las cinco y media salgo en dirección a Huesca.
            En cinco horas me planto en la población de Torla, a las puertas del valle de Ordesa. Llamo a casa para decir que ya he llegado y que en los siguientes cuatro o cinco días no volveré a llamar. Ahí arriba no hay cobertura. Dejo el móvil en el coche junto a unas cuantas cosas que creo no voy a utilizar durante mi trekking. Dejo el coche en el aparcamiento público y cojo el autobús que me subirá hasta la pradera de Ordesa. En el autobús me acompañan varios  grupos de montañeros. Siento un poco de envidia cuando veo el colegueo entre ellos. En ese momento me siento solo, pero apenas dura un instante. A los dos minutos ya estoy charlando animadamente con la mitad de los pasajeros.
            En veinte minutos nos plantamos en la pradera. Me bajo del autobús y espero a que abran el portaequipajes para sacar mi mochila.
            Es Domingo y la pradera está hasta arriba de gente. Mucho montañero pero muchísimos más domingueros. Lleno una botella con agua de la fuente, me cargo la mochila a la espalda y empiezo a caminar. Procuro hacerlo a buen ritmo para ir dejando atrás al pelotón. Cuando empiezan las primeras rampas ya se ha hecho una selección natural y se ve menos gente.
            De vez en cuando paro para hacer alguna foto ya que el paisaje lo pide a gritos y así aprovecho para descansar y dejar un rato la mochila en el suelo, que ya me empieza a pesar y aún queda una buena caminata hasta la cascada de la Cola de Caballo, en el fondo del valle y donde haré una parada para comer antes de subir hasta el refugio de Goriz.
            Prosigo la marcha. Llego a las gradas de Soaso, una serie de cascadas escalonadas que forman como unos estanques donde la gente aprovecha para refrescarse. Hago un par de fotos y sigo el camino que ya recorro del tirón hasta la Cola de Caballo acompañado de una fina lluvia que hace un rato ha empezado a caer.
            Llego a la cascada justo a la hora de comer. Me busco un hueco entre el numeroso gentío que campa por los alrededores, cerca del río. Me descalzo y meto los pies en el agua mientras me preparo la comida. En cuanto termino la pitanza me tumbo en el suelo y me echo una siestecita de media hora.
            Con pereza tras el pequeño descanso me vuelvo a cargar la mochila a la espalda que ahora parece que pesa aún más. Comienzo a subir la cuesta que me lleva hasta las clavijas de Soaso. En cuanto subo los primeros tramos me arrepiento de haber tomado este camino que me resulta peligroso con la piedra mojada debido a la lluvia y más en solitario. Pero en fin, ya estoy metido y no es cuestión de darse la vuelta. ¿Quién dijo miedo?
            Una vez arriba respiro más tranquilo y me tomo otro pequeño descanso. El desnivel que acabo de salvar es importante y se merece parar un momento a coger aire. Emprendo el camino y solo veo gente de bajada. Nadie sube hacia Goriz. Sigo subiendo a mi aire, parando de vez en cuando porque las fuerzas van mermando. Este último tramo hasta el refugio se me está haciendo larguísimo.
            De vez en cuando me parece ver el refugio a lo lejos, pero según me voy acercando descubro que solo son formaciones rocosas. Hasta que por fin lo distingo de forma clara. Me animo y aprieto el paso porque estoy deseando llegar ya que voy muy justito de fuerzas.
            A las cinco de la tarde estoy en la puerta del refugio, me quito las botas y entro a por una cerveza que me bebo en el porche del refugio contemplando el ambiente. Pensaba que habría poca gente, sin embargo sin estar demasiado concurrido si se respira ambientillo. Después de una segunda cerveza, la primera me había durado un suspiro, recojo la mochila y busco un sitio donde plantar mi tienda. Tras unos minutos de búsqueda, los buenos sitios ya están cogidos, consigo encontrar una porción de terreno suficientemente plano de no más de dos metros cuadrados. Está muy apartado del refugio pero lo prefiero. Menos jaleo. Desde aquí las vistas del valle son realmente espectaculares Dejo la mochila en el sueldo y saco el material de pernocta. Levanto la tienda y dejo dentro el aislante y el saco de dormir.
            El tiempo me había respetado bastante durante el ascenso hasta el refugio pero ahora está oscureciendo de manera preocupante. En pocos minutos se hace prácticamente de noche y empieza a tronar de forma salvaje. Las tormentas veraniegas en la montaña son de alucine.   Lo dicho, en cuestión de minutos empieza a caer agua como nunca había visto. Me meto cagando leches en mi pequeño refugio y a esperar. Me pregunto si la tienda resistirá el aguacero. La tormenta es tremenda. El agua empieza a gotear por las costuras, poco a poco de momento. Como esto dure un rato más se me va a empapar el saco de dormir y la nochecita puede ser cojonuda.
            De pronto, como si hubieran cerrado un grifo deja de llover, se despeja y vuelve a salir un sol radiante. Cosas de la montaña. Asomo la cabeza a ver el panorama. Me hace gracia ver como los inquilinos del resto de tiendas plantadas hacen lo mismo. Parecemos tortugas sacando la cabeza del caparazón.
            Salgo de la tienda y compruebo que mi material esté seco. Una vez satisfecho me siento tranquilamente a contemplar el paisaje. Me saluda el tipo de la tienda de al lado ofreciéndome un cigarillo que cojo y enciendo con verdadero placer. Los dos nos quedamos mirando hacia el horizonte en silencio, dando caladas al pitillo. Rompemos el silencio y nos presentamos. Después de un rato de charla descubrimos que tenemos amigos comunes.  Hay que joderse, lo que es la vida, el mundo es un puñetero pañuelo.
            Suena la campana de aviso del primer turno de cena en el refugio y la gente se dirige hacia allí. Aprovecho y yo también me preparo mi cena. Pan de molde con una forma extraña después de horas metido a presión en la mochila, riquísimo chorizo ibérico y queso curado. Todo regado con Fino Cañería recogido de la fuente de la pradera.
            Termino de cenar, recojo mis cosas y me enciendo otro de los pitillos que mi vecino me ha facilitado. Cuando termino me voy a la caseta w.c. adyacente al refugio. Ya es de noche así que uso el frontal para ir y venir del baño. En la oscuridad me cuesta encontrar la tienda pero al final doy con ella. Estoy hecho polvo así que me meto en la tienda y en el saco volando. Necesito descansar. Mañana a las siete de la mañana quiero salir hacia la cima de Monte Perdido.
             Continuará ...

               
           

                       


           

             
           

miércoles, 9 de febrero de 2011

Kayak nocturno

            Cuando el diablo se aburre con el rabo mata moscas. Esa fue la conclusión que saqué una calurosa tarde de agosto, mientras disfrutaba junto a unos amigos de una cerveza fresquita y de una temperatura ambiente de cuarenta grados a la sombra, después de decidir que esa noche haríamos una travesía en kayak por el pantano.
            En lo que llevábamos de mes ya habíamos recorrido el pantano con los kayaks de arriba abajo, de derecha a izquierda y de todas las maneras posibles, incluso habíamos descendido varias veces algún tramo del río que lo alimenta.
            Esa calurosa tarde, con las neuronas embotadas por el calor o por el contenido de las botellas que ya se acumulaban encima de la mesa decidimos, como ya he dicho, darnos un garbeo nocturno con nuestros kayaks.
            Ninguno de los asistentes puso ninguna pega ni reparo, al contrario, la idea nos pareció estupenda a todos. En este tipo de cosas siempre estamos todos de acuerdo, es lo bueno que tenemos. En cuanto alguien toca las palmas nos ponemos a bailar como Joaquines Corteses cualquiera, en perfecta armonía.  
            Pagamos la cuenta y nos fuimos a cenar algo y preparar el equipo y también a comentárselo a las parientas, que luego no se diga. En mi caso tengo que agradecer a mi mujer lo paciente que es conmigo con este tipo de cosas.
            No obstante, mientas preparábamos la excursión no dejamos de oír de música de fondo, a nuestro alrededor,  como un runrún cojonero, “Estáis locos, a ver si os va a pasar algo, con lo peligrosos que son los pantanos de día… y de noche ya ni te cuento,  etc.”. Ni caso.
            ¡Qué aversión tiene la gente a la oscuridad!
            Sales por la noche por la ciudad, de copas, al cine, a cenar o a lo que sea y no pasa nada. Sales al medio natural de noche y te cagas por las patas abajo.
            Evidentemente hicimos oídos sordos a todas las advertencias agoreras y nos citamos a las doce de la noche. Organizamos los coches, cargamos los kayaks y el material y salimos en busca de emociones.
            Llegamos al pantano, la oscuridad es absoluta. La zona la conocemos al dedillo ya que llevamos años frecuentándola, pero ahora,  de noche, parece un territorio amenazador y hostil. Durante unos segundos pensamos en las advertencias que nos han hecho, pero solo durante unos segundos, más o menos lo que tardan las pupilas en dilatarse y acostumbrarse a la oscuridad. Nos sacudimos el canguelo y a la luz de los faros de los coches y con los frontales en la cabeza fuimos bajando los kayaks hasta el agua. Evidentemente el pantano se encontraba absolutamente solitario. Una vez los tres kayaks en el agua, dos individuales y uno doble, empezamos a remar en dirección a una especie de cala donde solemos hacer siempre la primera parada, a una media hora más o menos del punto de salida. Paleamos en fila india, en silencio. De vez en cuando escuchamos el chapoteo de los peces al saltar del agua en busca de insectos. Cuando lo hacen cerca de nuestras embarcaciones algún sustito nos llevamos.
            Ahora, en medio del pantano me viene a la cabeza la imagen de los siluros, unos peces de agua dulce, habituales de algunos pantanos y  que llegan a medir hasta dos metros. Me empiezo a imaginar un bicho de esos saltando hacia mi kayak porque me ha confundido con su cena y alucino.  Inconscientemente o más bien con toda la intención del mundo empiezo a remar en dirección a la orilla porque me siento más seguro navegando paralelo a tierra, observo que mis amigos hacen lo mismo.
            Entramos en la cala y remamos hasta el fondo. De día esta zona suele estar llena de patos y otras aves acuáticas. A esta hora no se ve ninguno, pero si se siente su presencia en la oscuridad. Nos echamos un pitillo (entonces fumaba) y unas risas. Los del kayak doble deciden salir ya y quedamos en vernos de nuevo para comernos el bocata en otra cala que todos conocemos.
            Por la orilla norte del pantano discurre un camino que a veces tiene que salvar la entrada de algún brazo del pantano mediante puentes. Estos brazos son como pequeñas calas, y para entrar a ellos desde el agua hay que atravesar los ojos de los puentes. En una de esos brazos es donde habíamos quedado con el resto del grupo.
            Salimos por fin en busca del otro kayak. Ya no los oímos y mucho menos los distinguimos.
            Tras unos minutos remando vemos el puente que debíamos cruzar. En unas pocas paladas llegamos hasta él. La altura del puente con respecto al agua es mínima y tenemos que agacharnos para poder cruzar. Cuando estoy debajo del puente, con el  cuerpo contorsionado  para poder cruzarlo, descubro en el techo unos cuantos murciélagos que, sorprendidos,  salen pitando revoloteando a mí alrededor.
            Una vez dentro de la pequeña cala llamamos a nuestros amigos y nadie contesta. Remamos en silencio mirando hacia las orillas para descubrir a nuestros amigos que seguro nos están acechando en algún sitio para hacer la gracia. Llegamos hasta el fondo de la cala y allí no hay nadie. Nos quedamos un poco mosqueados. Volvemos sobre nuestros pasos y buscamos en todos los ojos del puente. No hay nadie.
            Decidimos salir de nuevo al pantano y buscar a los amigos. Los llamamos a voces y nadie contesta. Cuando empezamos a preocuparnos de verdad  escuchamos sus voces, a lo lejos, llamándonos.
            Salimos a su encuentro y cuando llegamos a su altura discutimos lo que ha pasado. Conclusión: ellos se han metido por debajo de un puente y nosotros por otro.
            Volvemos a la cala en la que habíamos estado nosotros  para tomarnos el bocadillo y las cervezas que llevamos en el tambucho. A pesar de estar en verano el agua está fría y no invita a meter los pies, así que permanecemos sobre los kayaks.
            Mientras terminamos el tentempié y charlamos sobre  la excursión comenzamos a escuchar sonidos a nuestro alrededor, entre la vegetación; debemos estar en una zona donde bajan a beber los “bichos” que pueblan el entorno y nuestra presencia no les debe gustar mucho.  Con la excusa de dejar tranquilos a los habitantes del lugar, aunque en realidad estamos un tanto inquietos, damos por finalizada la parada técnica y decidimos abandonar la zona y poner rumbo a la playa/embarcadero y terminar nuestra travesía.
            Una hora más tarde estamos de nuevo cargando los kayaks en los coches y sobre las tres de la mañana emprendemos el regreso a casa.
            Una magnífica experiencia eso de navegar por la noche. Supongo que a cualquier persona sensata le parecerá peligroso pero puedo aseguraros que en ningún momento corrimos ningún tipo de riesgo, salvo lo que representa la oscuridad en el medio natural para unos urbanitas como nosotros, por supuesto.
            En cuanto llegue el buen tiempo repetiremos la experiencia.

lunes, 7 de febrero de 2011

Tecno dependientes

            Hasta hace unos años,  cuando salíamos al monte, no llevábamos teléfono móvil, ni GPS, ni MP3 ni nada por el estilo. Entre otras cosas porque no existían. Y además, ni puñetera falta que nos hacían. Yo particularmente solía  llevar, y lo sigo haciendo cuando hago alguna ruta nueva,  mapa de la zona y  brújula. Punto.
            Con lo divertido que es desplegar un mapa y observar a vista de pájaro los caminos, ríos, colinas, montañas, picos, carreteras, poblaciones, saber situarte en él con unas pocas referencias, en fin, como se ha hecho toda la vida.
            Pues ahora no somos capaces de salir a la vuelta de la esquina sin alguno de estos aparatos.
            Lo del móvil ya es de juzgado de guardia. Si por un casual se nos olvida en casa parece que se nos cae el mundo encima. Imposible salir sin él. Nos damos la vuelta estemos donde estemos y regresamos a buscarlo.   
            Cuando realicé  las prácticas del curso de Patrón de Embarcaciones de Recreo, el profesor nos habló de los aparatos de ayuda a la navegación como el  GPS, e incluso nos explicó su funcionamiento. Nos preguntó a todos los alumnos qué significaban las siglas GPS. Todos respondimos al unísono: Global Positioning System.  Pues no, nos corrigió el profesor. Significan: Guarda Pilas Suficientes. Evidentemente todos estallamos en carcajadas. El profesor,  muy serio, nos dijo que nos imagináramos en una embarcación en medio del mar, en un momento dado tenemos que situar nuestra embarcación en la carta náutica y el GPS se ha estropeado, se ha caído al agua o se ha quedado sin pilas y no tenemos ni idea o se nos ha olvidado como se calcula la posición o como se traza un rumbo sin estos aparatos.
            Sin comentarios.
            Cuando viajamos en coche, lo mismo. Enchufas el GPS y a dejarnos llevar. Con lo agradable que es parar y preguntar.
            Una vez me contaba un bombero del servicio de rescate de alta montaña que muchos de los rescates que realizan en la sierra de Guadarrama a personas extraviadas se podrían evitar si la gente tuviera unas mínimas nociones de orientación. Es fácil localizar un camino o una carretera a menos de una hora de distancia desde cualquier punto de la sierra.
            Pues aún así la gente se pierde.
            No voy a decir que la tecnología nos esté volviendo medio gilipollas, aunque lo piense, pero desde luego no contribuye a potenciar nuestros sentidos.
            Os propongo que salgáis un día al monte con un simple mapa de la zona (se venden en tiendas de deporte, librerías,  centros comerciales, etc. y son muy baratos) y una brújula. Marcar un sitio como objetivo y llegar hasta él siguiendo el mapa. Si además lo hacéis con niños, será una experiencia muy divertida para todos. Pero primero aprender a manejar mapa y brújula, por supuesto. Es muy sencillo.
            La tecnología está muy bien si la consideramos como aparatos de ayuda. Nunca debe sustituir a nuestros sentidos y a nuestro buen juicio.