martes, 20 de diciembre de 2011

TRAS LAS HUELLAS DE ORELLANA

          
            Por enésima vez a lo largo del día, el soldado se quitó el pesado yelmo y se enjugó el sudor de la frente con un raído pañuelo. Se recostó en el tronco de un árbol, su pesado equipo le estaba matando. Cada vez estaba más convencido que su indumentaria no era apropiada para esas latitudes. El equipo que portaba era engorroso, pesado y caluroso. Era una estupidez cargar con todo aquello por esa densa selva en la que llevaban varias semanas metidos. ¡Que distinto era aquello de su Castilla natal! pensó.
            Su capitán, un loco ávido de oro, les había metido en aquella aventura de la que probablemente ninguno saldría con vida con la excusa de buscar al desaparecido Orellana. De los cincuenta hombres que partieron hacía ya dos meses,  solo quedaban veintiséis, y de éstos, algunos se encontraban en una situación tan lamentable que probablemente no aguantarían más que unos pocos días.
            En el tiempo que llevaban metidos en aquella horrible selva habían sufrido ataques de indios, de fieras, de alimañas, hambre, sed y un sinfín de padecimientos que estaba llevando al grupo al límite de sus fuerzas. 
            El soldado era miembro del grupo de avanzadilla. Se colocó de nuevo el yelmo y haciendo un gran esfuerzo, siguió arreando mandobles a las ramas y lianas para intentar abrir un sendero que les condujera a la corriente de agua que llevaban varias horas escuchando pero que aún no habían conseguido localizar.  El ruido de la corriente cada vez era más fuerte, y esto animó al soldado a seguir abriendo una brecha en aquella maraña vegetal. Por fin, tras arrancar de un tajo la cabeza de una enorme serpiente que colgaba enrollada de una rama, divisó las cristalinas aguas de un caudaloso arroyo. Se detuvo en la orilla agachado, escudriñando el terreno. Cuando estuvo satisfecho llamó a uno de sus compañeros, un muchacho extremeño que apenas se afeitaba todavía, delgado como un palo pero con una energía increíble. El soldado le ordenó volver sobre sus pasos para reunirse con el resto de la tropa y guiarles hasta allí.
            El soldado se quedó solo. Se quitó el yelmo, la ballesta que llevaba a la espalda, la coraza, las botas y el cinto con la espada y la daga. Dejo todo el equipo apoyado en un árbol procurando que no se mojase con los rociones del arroyo. Suspiró largamente y se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra una roca. Se quedó mirando las partes metálicas de su equipo. Por más que las untara con sebo, no conseguía hacer desaparecer la herrumbre producida por la altísima humedad del entorno. Volvió a suspirar impotente. ¿Cómo se le ocurriría a Dios crear un lugar tan inhóspito? se preguntó. No entendía como los indios se desenvolvían tan a sus anchas en aquellas tierras. En los encuentros que habían tenido con ellos tuvo tiempo de observarlos. No tenían el aspecto enfermizo e insalubre de los castellanos, muy al contrario parecían saludables y bien alimentados. Caminaban descalzos y medio desnudos, silenciosos y ágiles en medio de aquella maraña vegetal. Portaban rudimentarios arcos y unos largos tubos de madera por los que soplaban lanzando pequeños dardos envenenados. Los indios podían haber acabado con todos ellos ya hace días, pero cada vez que atacaban simplemente mataban a uno o dos soldados como mucho. Sin embargo al miedo a los ataques hacía más daño entre la tropa castellana que las mismas muertes. Nunca sabían cuando y dónde iban a ser atacados lo que les obligaba a estar atentos permanentemente, sin un minuto de respiro ni descanso.
            Comenzó a llover. Otras de las cosas que tanto sorprendía al soldado era la caprichosa naturaleza. Podía lucir un sol espléndido y de repente comenzar a diluviar sin previo aviso, para luego dejar de llover de la misma forma. Este fenómeno les impedía andar secos ni siquiera unas horas. Imposible. Las armas de fuego eran prácticamente inútiles ya que no conseguían mantener seca la pólvora. El soldado se había desecho de las suyas hacía tiempo. Prefería la ballesta, mucho más práctica en la selva. Además, no tenía problemas de munición. A pesar de que ya no le quedaban puntas de hierro para los venablos, se las apañaba bien sin ellas, y si no que se lo preguntasen a aquel indio pintarrajeado que estuvo apunto de destrozarle la cabeza con su hacha de piedra. El soldado no se dejó sorprender y descargó un venablo hecho con madera de aquellos bosques en la frente del indio, con tal eficacia que le atravesó el cráneo de parte a parte. Si hubiera disparado su arcabuz, a esas horas seguro que estaba criando malvas o siendo pasto de cualquier alimaña carroñera.
            Cubrió con unas enormes hojas sus armas, para evitar en lo posible más humedad, aunque daba lo mismo, en unas pocas horas estarían completamente oxidadas. ¡Maldita sea! exclamó, sin hacer ruido. Si algo había aprendido durante la expedición era que, en lo posible, lo más prudente era no hacer ruido, intentar pasar lo más desapercibido posible. Si no te oían y no te veían, no te comían, se repitió una vez más para si, sonriendo por la ocurrencia. Miraba la ahora chorreante coraza y decidió que no se la pondría más. Que mas daba. La pesada coraza no iba a impedir que la fiebre, el hambre o alguno de aquellos malditos dardos indios acabara clavado en su cara o en alguna pierna o brazo. El único problema era su capitán, muy estricto con el cuidado del equipo. Volvió a mirar la coraza y sin pensárselo dos veces le dio una patada a la coraza y la arrojó al río. Le diría al capitán que en un descuido se le había caído.
            Si querían salir con vida de allí, lo mejor era adaptarse al entorno e intentar hacer lo mismo que hacían los indios. No estaba dispuesto a corretear por la selva medio desnudo, pero si lo más ligero posible. La espada también pesaba lo suyo y en una lucha cuerpo a cuerpo con ella en aquel lugar no servía para nada. El espacio de maniobra era tan reducido en aquel infierno verde que era más una molestia que una ayuda. Pero en cualquier caso se negaba a deshacerse de ella. Era una espléndida espada de buen acero toledano y le había sacado de muchos apuros durante sus años de soldado, que ya eran unos cuantos.