El domingo pasado, mi amigo Gabi y un servidor decidimos salir con nuestras MTB a dar una vuelta por los alrededores del pueblo.
Con puntualidad británica, nos citamos a las nueve de la mañana en un punto intermedio entre nuestros domicilios, “ni pa ti, ni pa mi”, vaya.
Temperatura ambiente: en torno a los dos grados bajo cero, es decir, rasca, mucha rasca.
Equipados como para una guerra y absolutamente irreconocibles, emprendemos la marcha despacio, tanteando, mirándonos uno al otro y pensando: ¡joder, qué frío vamos a pasar”.
Llegamos a las primeras cuestas y las recibimos con alegría, cosa rara. Nos decimos que por lo menos entraremos en calor.
El caso es que tan abrigados como íbamos el frío tampoco se notaba tanto, excepto en las manos, por lo menos en mi caso. Estrenaba unos guantes que a priori son para tiempo frío. Pues nada, a los veinte minutos ya no sentía la punta de los dedos. Menos mal que mi amigo Gabi, siempre tan previsor, disponía de guantes extra que amablemente me prestó.
Bueno, la cosa cambia. Por lo menos ya siento los dedos. Ahora le toca el turno a los pies. Empezábamos a dejar de sentir los dedos y no había calcetines extra. Nos paramos, saltamos durante un rato sobre las puntas de los dedos y parece que reaccionan. Emprendemos de nuevo la marcha.
De repente empezamos a escuchar disparos y vemos a unos cuantos tíos vestidos de Rambo con escopeta al hombro. Temporada de conejos, temporada de patos, temporada de conejos, temporada de patos. Es igual, el caso es que es una alegría que te jiñas escuchar disparos de perdigón a escasos metros de nuestras bicis.
Llegamos a un pequeño arroyo que atraviesa nuestro camino y nos damos el primer sustito. Todo está helado, y resbala que flipas. Gabi tiene un amago de caída, librándose por los pelos. Seguimos camino adelante y volvemos a cruzar el mismo arroyo, esta vez estamos avisados.
El camino atraviesa una carretera y empieza a ascender ya prácticamente durante todo el trayecto de regreso a casa.
Ahora nos encontramos sobre unos cerros muy expuestos y sopla un vientecillo norte que medio congela el agua de las botellas y todas nuestras extremidades, absolutamente todas.
Nos acercamos al final del recorrido. Ya solo nos queda un pequeño descenso y unos pocos kilómetros llanos hasta casa.
A las diez y media , cuando el resto de la vecindad (mucho más sensatos que nosotros) empiezan a dar señales de vida y a sacar la cabeza de entre las sábanas, nosotros estamos de regreso de la excursión, satisfechos y contentos por haber “sobrevivido” a la aventura.
Probablemente este fin de semana hará el mismo frío que el pasado y después de esta experiencia hemos llegado a una clara conclusión:
El próximo domingo volveremos a salir con nuestras MTB.
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