Como ya he dicho en alguna ocasión, no soy muy amigo de determinada tecnología, aunque al final claudico y la uso como todo el mundo. Pero dejémonos ya de tanto aparato con extrañas siglas que ni siquiera sabemos lo que significan: Ipad, Ipod, Iphone, Dvd, Mp4, Gps, etc. Lo que de verdad tienen que inventar, y seguro que sería un éxito de ventas, es una puñetera máquina del tiempo. Con eso si que íbamos a flipar.
¿A que sí, a que a todos nos gustaría viajar en el tiempo?, acercarnos a lugares y momentos claves de la historia, y no solo para intentar cambiarla, eso ya seria la hostia, simplemente para asistir aunque fuera de meros espectadores.
O viajar hacia el futuro para ver que nos va a deparar la vida. Aunque a mi viajar al futuro no me llama demasiado la atención, la verdad. Lo que realmente me gustaría es viajar hacia atrás, al pasado. Ya me dijo alguien una vez que yo he nacido en una época que no me corresponde, que hubiera hecho mejor papel en siglos pasados. Y tal vez tuviera razón porque hay un buen montón de episodios históricos en los que me hubiera gustado participar.
Me hubiera encantado dejarme caer, después de asistir a la toma de Granada del mes de Enero, por las tabernas del puerto de Palos para palpar el ambientillo aquella primera semana de agosto de 1492. Aceptar la invitación a una ronda de los hermanos Pinzones, dejándome convencer para enrolarme en alguna de sus naves para viajar rumbo a lo desconocido con aquel iluminado genovés, o castellano, o mallorquín o portugués o catalán o lo que fuera.
Me hubiera encantado disponer de esta maquinita para trasladarme a Tenochtitlan para echar una mano a Cortés en su huida de la ciudad aquella Noche Triste del 30 de Junio de 1520 cuando salió de allí cagando leches dejando atrás los tesoros que habían acumulado sus tropas los días previos.
O regresar a las playas de Sanlúcar a bordo de la nao Victoria a las órdenes del señor Elcano, después de circunnavegar la tierra.
O, con navaja de palmo y medio en mano, unirme a los madrileños para destripar gabachos en La Puerta del Sol aquel 2 de mayo de 1808 y arrimarme hasta el palacio de Grimaldi para cortarle los rizos, a la altura de la nuez, al Murat de los cojones. Y luego subir por la calle San Bernardo, esquivando mamelucos, a echar una mano en el cuartel de Monteleón.
O viajar al antiguo Egipto para aclarar de una puñetera vez como se construyeron las pirámides.
O visitar la mítica ciudad de Petra en pleno apogeo Nabateo y contemplar como esculpieron sus fantásticos monumentos.
O acompañar a Amundsen hasta las gélidas regiones antárticas y conseguir llegar hasta el mismo Polo Sur.
O haber estado junto a Mallory e Irvine en su ascenso al Everest y averiguar por fin si consiguieron ser los primeros en pisar su cumbre.
… y tantos y tantos viajes. Las posibilidades son infinitas.
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