lunes, 7 de marzo de 2011

A GAVARNIE EN MOTO (parte II)

            Nos volvemos a subir en nuestras motos y dejamos atrás este encantador pueblecito y nos incorporamos de nuevo a la carretera general en dirección a Gavarnie.
            Subimos los míticos  Col D´Aspin y Tourmalet. El Col D´Aspin lo cruzamos sumergidos en una niebla muy densa, por lo que no pudimos apreciar las espectaculares vistas que desde él se aprecian. El Tourmalet estaba más despejado. Recuerdo que paramos en el restaurante que hay en la cima para tomarnos unas cervezas en su terraza. En el aparcamiento había una ambulancia para suministrar oxígeno a los ciclistas que subían asfixiaditos. Este puerto es cansado subirlo incluso en moto así que en bici tiene que ser una auténtica tortura.
            Por fin a media tarde llegamos a Gavernie en medio de una tormenta que nos caló hasta los huesos. Buscamos una zona junto a la carretera, a las afueras de la población, para instalar la tienda. En la zona que elegimos nos encontramos con un par de autocaravanas, cuyos ocupantes nos ofrecieron su ayuda. Justo cuando terminamos de instalar la tienda deja de llover. Colocamos una cuerda y tendemos la ropa para secarla. Preparamos la cena y nos acostamos.
            A la mañana siguiente nos levantamos temprano. Nos lavamos en un arroyo cercano. El agua está gélida pero aún así nos damos un chapuzón para asearnos. Cargamos el equipaje en las motos y salimos en dirección al pueblo de Gavarnie, a escasos kilómetros y que ayer no pudimos visitar debido a la tormenta.
            Aparcamos las motos y nos damos una vuelta por el pueblo. Visitamos varias tiendas de material de montaña y alguna de souvenirs. En esta última cogí prestadas unas cuantas postales que luego, en la terraza de un bar, me entretuve en escribir para mandar a España.
            Una vez vimos lo más relevante de esta población nos dirigimos al camino que sube al circo glaciar de Gavarnie. Dejamos las motos con los cascos, las chaquetas y el equipaje a la entrada del camino. Las atamos como podemos y emprendemos la ruta hasta el circo. No me quedo muy tranquilo. Dejar todo el material simplemente sujeto con unos  “pulpos” no me daba mucha confianza, pero en fin, es lo que hay.
            El camino hasta el circo lo recuerdo largo pero no demasiado duro. Aunque hay que tener en cuenta que en aquella época, con veinte añitos, era incansable. Llegamos por fin a la mítica cascada de Gavarnie, creo que la más alta de Europa. Nos hacemos  unas cuantas fotos  junto a ella, poniéndonos a caldo de agua. Luego nos metemos en los túneles del glaciar para hacernos también alguna foto. Cuando el circo empieza a llenarse de gente emprendemos el camino de regreso.
            Unos horas más tarde estábamos de nuevo a la entrada del camino. Llegamos al sitio donde aparcamos las motos. Nadie las había tocado. Todo parecía estar en su sitio. Eso si, con una capa de polvo de un dedo de gruesa. Me quedé gratamente sorprendido. Con toda la gente que había pasado delante nuestras motos y nadie había tocado nada. No quiero ni pensar si esto lo hubiéramos hecho en casa.
            Subimos a nuestros vehículos y continuamos el camino, esta vez ya con dirección a España pasando por Andorra. Hacemos noche por los alrededores  y a la mañana siguiente, tempranito, recogemos el campamento y emprendemos el regreso.
            El día ha amanecido frío y con niebla. Nos abrigamos bien. Llegando a Pas de la Casa nos sorprende una nevada. Nos quedamos un tanto perplejos pues estamos en el mes de Agosto y no debe ser muy normal. Paramos un momento para equiparnos con ropa adecuada. Un rato más tarde paramos en un restaurante de carretera, ya en Andorra, muertos de frío. A pesar de ir equipados, la ropa tampoco es la más adecuada para la nieve. Me cuesta subir las escaleras del restaurante, tengo las rodillas heladitas. Pido un chocolate caliente y me voy al baño cagando leches –nunca mejor dicho-, llevo unos días un poco revuelto. Beber agua de los arroyos no ha sido muy buena idea.
            Cuando reemprendemos la marcha el tiempo ya ha mejorado. Tanto es así que cuando llegamos a la frontera ya nos sobra la mitad de la ropa.
            Los funcionarios de aduanas nos hacen descargar  las bolsas del equipaje y las revisan de arriba abajo. Les advertimos que no tenemos nada que declarar. Simplemente hemos comprado gafas de sol, algún walkman y alguna chorrada más, nada importante y así se lo hacemos saber al funcionario. No nos hace ni puto caso e insiste en que abramos las bolsas. Así lo hacemos, mientras me cago en sus muertos por lo bajini. Una vez todas las bolsas revueltas no indica que podemos continuar.
            De todas formas no me extraña que nos hayan parado. Me miro en el reflejo del cristal del coche de al lado y me doy cuenta de las pintas que llevo después de tantos días de viaje. No estoy precisamente para ir a una boda.  
            La idea es parar a media tarde en algún sitio para dormir, es decir, hacer el viaje de vuelta en dos etapas, pero estamos tan artos de carretera que seguimos devorando kilómetros sin pausa, con ganas de llegar a casa y descansar dignamente.
            Al llegar a Lérida nos sorprende un viento lateral horrible que nos hace conducir con las motos inclinadas. Llegamos a los Monegros  y el calor es infernal. Nos despojamos de casi toda la ropa. En unas pocas horas hemos pasado de dos o tres grados bajo cero a cuarenta grados a la sombra.
            Estoy hasta los huevos de moto. Quiero llegar a casa.
            Por fin a las dos de la mañana llegamos a Madrid. Dudamos si quedarnos en la capital o seguir hacia la urbanización donde solemos veranear y donde nos esperan. Total, son sesenta kilómetros más. Qué más da después de una jornada de casi mil kilómetros. Paramos un momento en la avenida de Portugal para echar una meada en la tapia de la Casa de Campo y seguimos.
            Los últimos kilómetros pasan rápidamente y a las tres de la mañana entramos en el parking de la discoteca de la urbanización. Se forma un pequeño revuelo de gente cuando nos ven aparecer.
            Nos hemos pegado una paliza de diecinueve horas sobre la moto. Nos tomamos unas copas con los amigos mientras contamos alguna de las aventuras vividas y por fin nos recogemos.
            Me tiré dos días sin salir de casa, constipado y con dolores por todo el cuerpo, pero feliz por lo mucho que había disfrutado del viaje.

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