La noche les sorprendió en medio de una tormenta de nieve y a una altitud de más de siete mil metros. Enfundados en sus trajes de plumón y protegido el rostro con la capucha y las gafas de ventisca caminaban, o mejor dicho, se arrastraban por una peligrosa arista con una caída por ambos lados de más de mil metros.
Los dos montañeros progresaban arista arriba debidamente encordados y a una distancia de tres metros uno del otro. La arista terminaba en una falsa cima, situada a tan solo veinte metros de su posición. En la última hora apenas habían podido ascender treinta metros, el fuerte viento y la nevada hacía muy complicada la ascensión, pero si querían seguir vivos tendrían que darse prisa y llegar cuanto antes a la falsa cima donde podrían montar la tienda al resguardo de las rocas que conformaban el risco.
La sensación térmica en ese momento debía andar cerca de los cuarenta grados bajo cero, así que si no espabilaban y se resguardaban pronto, sus posibilidades de supervivencia eran mínimas o más bien nulas.
Conscientes de su situación los dos hombres apretaron el paso y se esforzaron al máximo para conseguir llegar hasta las rocas. La forma física de ambos era magnífica pero en esas condiciones hasta el mejor atleta sufría considerablemente.
Cada paso que daban era un esfuerzo sobrehumano que tenían que acompañar con una pausa de al menos cuatro minutos, hasta que su corazón calmaba los galopantes latidos. Poco a poco se fueron acercando hasta el risco y por fin consiguieron alcanzarlo. Se resguardaron en la cara sur de la falsa cima, entre las rocas. No podían sacar la tienda debido al fuerte viento. Si lo hacían corrían el riesgo de perderla. Exploraron la zona buscando algún resquicio entre las rocas, donde resguardarse. Encontraron un hueco entre dos enormes rocas y sin pensárselo dos veces lo atravesaron. El hueco era muy estrecho. Se tuvieron que quitar las mochilas para poder pasar. Entró el primer montañero y el segundo le pasó las mochilas antes de entrar.
Una vez dentro se tumbaron en el suelo durante unos largos minutos para recuperarse, mientras observaban su refugio y daban las gracias por la suerte que habían tenido de encontrarlo. Unos minutos más expuestos a las extremas condiciones del exterior y hubieran perecido.
El refugio tenía un tamaño aproximado de veinte metros cuadrados y una altura de tres. No era una cueva sino un hueco formado entre las rocas. Todos los resquicios estaban sellados con nieve por lo que el viento apenas se sentía en el interior.
Uno de los montañeros se levantó y colocó su mochila en el hueco de entrada para aislar aun más el refugio. Su compañero mientras tanto escudriñaba el lugar, iluminando con su frontal.
De repente detuvo el haz de su linterna sobre un bulto semioculto en la parte más profunda del refugio. Llamó a su compañero, todavía empeñado en taponar la entrada. Le señaló el bulto y ambos se acercaron a él. Era un cuerpo, o lo que quedaba de él.
Ambos se miraron sorprendidos. Se suponía que el kanchengan, la montaña en la que se encontraban, nunca se había intentado escalar con anterioridad, dada su enorme dificultad. Si al día siguiente conseguían subir a la cima principal, situada a unos cuatrocientos metros más arriba, serían los primeros en conseguir hollar su cima. O al menos eso era lo que se creía.
Casi se había cumplido el año desde que los dos montañeros iniciaran las gestiones para solicitar los permisos necesarios para ascender esta montaña nepalí. El Kanchengan ni siquiera estaba en el catálogo de picos autorizados para su escalada, por lo que tuvieron que acudir a muchas puertas y suavizar los trámites con algunos dólares. Por fin tras dos meses de andanzas y con la promesa de contratar sherpas locales, consiguieron los permisos de escalada, no sin antes pagar por adelantado los salarios de los sherpas, debido a la poca confianza que tenían las autoridades en que los dos montañeros consiguieran regresar con vida.
Ahora, que tras enormes dificultades se encontraban a pocos metros de alcanzar su objetivo, era posible que no fueran los primeros en ascender el Kanchengan. Les vino a la memoria el caso de Irvine y Mallory en el Everest.
Dejando a un lado el horror que les producía tocar el cadáver, los montañeros lo examinaron detenidamente. Llevaba ropa y equipo de montaña muy antiguos. La ropa parecía formar parte de una especie de uniforme. En la chaqueta todavía se conservaban unos emblemas cosidos en las mangas y sobre el bolsillo superior derecho, en la parte delantera. Aquellos emblemas, a pesar de estar ajados y descoloridos, les resultaban familiares.
Se trataba de Manuel Iborte, verdad???????
ResponderEliminarNo, jajaja. Manuel Iborte vivió siglo y pico antes.
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