Batalla de
Saratoga, Septiembre de 1777
Seguía lloviendo. Desde hacía unos días no
había dejado de hacerlo. El soldado Iborte, fusilero adscrito al primer
batallón del segundo regimiento del ejército colonial, llevaba todo el día a
remojo.
Se encontraba agazapado en una minúscula trinchera que
había excavado con la ayuda de sus dos compañeros en cuanto se percataron que
la artillería británica hacía acto de presencia y que permanecer en campo
abierto era poco saludable.
Solo disponían de las bayonetas, algún cuchillo y sus
propias manos para poder cavar, por lo que la trinchera dejaba bastante que
desear.
La profundidad no era mucha y además, después
de toda la lluvia caída, el fondo estaba completamente encharcado, lo que hacía
aún más incómoda y penosa su situación.
Sus compañeros eran dos hermanos procedentes de
Virginia. Apenas unos críos. Enrolados de forma voluntaria en el ejército, tal
vez para evitar el hambre, tal vez para dejar atrás una vida de granjeros que
no les depararía ningún futuro, o tal vez para vivir aventuras, como les
prometió aquel veterano reclutador que acudió a su pueblo en busca de carne de
cañón para nutrir las compañías de infantería del nuevo ejército colonial.
El caso era que a estas alturas de la guerra, la vida
de granjero ya no les parecía tan mala idea. Y eso que habían tenido suerte:
aún estaban vivos. No podían decir lo mismo algunos de los chicos que junto a
ellos habían acudido al banderín de enganche. Uno de aquellos muchachos,
miembro de la dotación de una batería, había volado literalmente junto a otros
cinco hombres cuando el cañón que asistía reventó en mil pedazos. Otro pereció
de un balazo en la cabeza cuando un sargento incompetente mandó a su pelotón
atacar una posición enemiga, sabiendo que era una misión suicida y que no
tendrían ninguna posibilidad. Del resto, no sabían nada. Los dos hermanos
podían considerarse afortunados, aún no habían recibido ni un rasguño. Iborte
cuidaba de ellos.
Después de luchar en numerosas batallas, en esta
guerra y en otras anteriores, Iborte estaba considerado como uno de los mejores
soldados del regimiento, veterano curtido y profesional. Los dos hermanos
estaban enormemente agradecidos por la suerte que habían tenido al contar con
un compañero como él, a pesar de las mil penurias que les hacía padecer.
La zigzagueante línea de trincheras donde se
encontraban, corría a lo largo del límite del bosque que servía de protección
al grueso de las tropas del ejército colonial, al mando del general Horatio
Gates, en una zona conocida como Bemis Heights. Delante de las trincheras se
extendía una llanura, por cuyo lado Este discurría el río Hudson, que en ese
momento corría con un caudal considerable debido a las constantes lluvias. En
el límite norte de la llanura, en Freeman´s Farm, sobre un promontorio, estaban
situadas las tropas británicas, al mando del general John Burgoyne y desde
hacía dos días, además, diez baterías de artillería que no habían dejado de
sacudir cañonazos desde entonces, aunque con más ruido que efectividad.
El ejército colonial llevaba diez días repartiéndose
estopa con los británicos en esta región al norte de Nueva York. Al principio
parecía que la cosa se decantaba por el bando de Los Casacas Rojas, pero estos
últimos días los coloniales estaban tomando la iniciativa o al menos eso era lo
que les contaban los oficiales, tal vez con la intención de levantar la moral
de la sufrida tropa.
En ese momento de la jornada, ya noche cerrada y
después de tantas horas de cañoneo inglés, Manuel Iborte estaba bastante harto.
Les habían ordenado, a primera hora de la mañana, que mantuvieran esa posición
por si a algún enemigo se le ocurría la
genial idea de aparecer para intentar cruzar sus líneas, cosa bastante
improbable en vista de la rociada de plomo que estaban descargando desde hace
dos días los artilleros ingleses. Pero las órdenes son las órdenes y Manuel era
un veterano y sabía cumplir como el primero. Pero a esa hora tan avanzada de la
jornada, había cumplido con creces y era el momento del relevo.
El bombardeo había cesado. Los ingleses también debían
estar extenuados. Así que, aprovechando la tregua y amparado en la protección
que el manto oscuro de la noche le brindaba, se encaramó al borde del agujero
dejando a los dos hermanos allí pero
haciéndoles saber que buscaría a alguien para que les relevara. No convenía
dejar el puesto desatendido, no fuera que a los ingleses les diera por hacer
una excursión nocturna por su línea de trincheras.
Con el mosquete colgado de un hombro y arrastrándose
por el barro, llegó a la seguridad de la línea de árboles, fuera del alcance de
las balas de cañón.
Después
de haber permanecido tantas horas en la trinchera, el frío le calaba hasta los
huesos. Su ropa estaba empapada y llena de barro. Maldijo por lo bajo y se
acercó al primer fuego de campamento que encontró, sentándose junto a otros
compañeros que reponían fuerzas tras un largo día de escaramuzas. Saludó a los
compañeros con un gruñido y se sentó encima de una piedra, junto al fuego.